Mi abuela con sus narraciones amnésicas, cada vez pone menos detalles en sus historias, y más medicinas sobre la mesa.
– Me encontré a este, cómo se llama, no me acuerdo, el hijo de tu tío mmm – te manda saludos.
Mi abuelo con la vista perdida parece buscar su propia muerte en alguna esquina de la casa, mientras yo le acaricio su piel gruesa de elefante, e intento anclarlo a la realidad con alguna novela autobiográfica.
– Tito vengo regresando de Tailandia.
En los estantes del estudio, mis libros viejos tienen más polvo que letras, y mis terribles dibujos infantiles, que antes colgaban de las paredes, han sido sustituidos por Santa Clauses y renos de fieltro y chaquiras por las épocas decembrinas.
Mis perros se entusiasman al verme como si fuera un plato de comida, y mi hermano, me pone al corriente de las banalidades de su vida, explicándome las diferencias entre un smoothie y un jugo de manzana.
– No son lo mismo, uno puede ser una comida completa, mientras el otro es sólo un suplemento.
– Ah mira…
Mi papá refugiado en su caverna obscura, con una cortina gruesa en las ventanas como tienda de abarrotes, y su televisión satelital de 24/7, me dice ¿cómo estás chamaco? y mi madre, me quiere hacer todo, como si volver a casa fuese regresar a una fase embrionaria, para después volver a parirme el día que me vaya.
– ¿Tienes frío, te cierro la ventana, quieres un “chocomil”?
– ¡Mamá, por favor! Se dice chocomilk. Mejor un batido de plátano.
Mi tía Tere arrastra los pies por la casa como fantasma y su hija Valeria zumba frenética como abejorro por la casa, alborotada por los exámenes finales y la hecatombe hormonal de la adolescencia.
Al final Yolis, mi nana milenaria, es la única que me entiende. Me asegunda en las sátiras familiares y me calienta tortillas en el comal a la hora de la comida.
Bienvenido a casa Manuel.
“mis libros viejos tienen más polvo que letras” — Epic.