Cementerio General de Mérida. 7 de la noche.
Un cálido atardecer de nubes rosas contrastaba con el frío gris de las lápidas y de las casas mortuorias. Entre las hojas de los árboles, corría un ligero viento que al filtrarse entre las ramas generaba un silbido tétrico que te ponía la carne de gallina. Cualquier movimiento o sonido inesperados eran atribuibles a un fantasma, más que a los fenómenos mundanos de la naturaleza.
Después nos tranquilizamos porque escuchamos el bullicio y las risas de la gente que comenzaba a llegar al panteón, notablemente más atareado que en un día cualquiera del resto del año.
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